Mi Oportunidad de Ser el Cambio
Cuando conocí a Violeta, ella no podía caminar. Pasaba todo el día en su humilde y pequeña casa. Mi guía tenía que traducir las palabras que susurraba para que yo pudiera entender: Violeta y su esposo tenían el VIH . . .
. . . estaba demasiado enferma para trabajar, y no sabía cómo iban a alimentar a su pequeña hija que, de cinco años de edad, era también seropositiva.
Después de un rato Violeta dejó de hablar, pero vi que se enjuagaba discretamente una lágrima. No pude hacer nada más, así que permanecí allí sentada. Soy una mujer estadounidense con una familia sana y buenos ingresos económicos. ¿Qué podía decirle?
La segunda vez que visité a Violeta, me ofrecí para masajear sus pies. “Violeta”, le dije, sin saber si entendería, “en EE.UU. yo era reflexóloga. Lo que significa que les froto los pies a las personas para ayudarlas a sentirse mejor. ¿Quieres que frote tus pies?”
En EE.UU., había trabajado como voluntaria en un albergue local de mujeres, donde tenía una silla reclinable para mis clientas, cobijas para mantenerlas arropadas, y música relajante.
En Kenia, yo estaba sentada en la estrecha cama en la que dormían juntos los cuatro miembros de su familia, mientras sostenía el pie de Violeta en mi regazo. Afuera, en la callejuela, unos pollos graznaban, y el ruido de un radio resonaba a través de la delgada lámina metálica que nos separaba de los vecinos.
Durante años, mi sueño había sido hacer trabajo voluntario en África. Con millones que sufren la epidemia del SIDA, muchos proyectos en ese continente tienen que ver con el VIH, por lo que opté por un programa de atención domiciliaria para mujeres infectadas.
El refugio de mujeres en que había trabajado en EE.UU. había sido un lugar difícil para ofrecerme como voluntaria, pero nada me había preparado para la diminuta y mal ventilada habitación, el hedor de las aguas negras que corrían por la zanja que había al lado de la casa, o la mirada de desesperación en su demacrado rostro.
Era desalentador ver a la gente viviendo una vida tan desesperante, y saber que no había nada que yo pudiera hacer para darle solución.
La tercera vez que visité a Violeta, estaba caminando. “Me siento mejor”, dijo, y descubrí que hablaba inglés —es que simplemente había estado demasiado débil antes para hacerlo. Vino hasta la puerta para recibirme, y por primera vez vi la evidencia de que yo había hecho algo que la había ayudado. No había sacado a Violeta de la pobreza.
No había encontrado la cura del VIH. ¿Cómo lo había hecho? Ofreciéndole mi amistad, estando dispuesta a sentarme en el piso de tierra y compartiendo comida sencilla con una mujer que estaba muriendo, con el fin de demostrarle que ella seguía teniendo valor, para Dios y para mí.
En una cultura donde el VIH es todavía estigmatizado, y donde una pobre mujer como Violeta es rechazada por tener la enfermedad, el que yo pasara tiempo con ella, y me convirtiera en su amiga, marcó una gran diferencia en su vida. Este ha sido mi logro más importante como voluntaria en otro país: el esfuerzo más pequeño por mostrar el amor de Dios, se convierte en lo suficientemente grande.
Terminé quedándome en Kenia. Vivir aquí me ha exigido hacer un montón de ajustes. En los EE.UU., yo era una profesional pero aquí, según los parámetros de Kenia, soy casi inútil. “Tienen que enseñarme a hacer chapati”, dije mientras miraba a mis amigas Grace y Lilian haciendo girar hábilmente la delgada y deliciosa masa en una sartén de hierro. Y ellas se rieron, encantadas de ser hábiles en algo que yo no era.
No tienen idea de cuántas cosas no sé hacer. No puedo estar inclinada sobre una palangana durante horas, ni lavar a mano mi ropa para dejarla más limpia de lo que mi lavadora alguna vez la dejó. No puedo llevar una lata de 20 litros de agua sobre la cabeza. Lo único útil que he aprendido es cocinar en una pequeña estufa de carbón llamada jiko, e incluso aprender a hacerlo me tomó semanas.
“Miren, en sólo 10 minutos logré encender mi jiko”, exclamé, orgullosa de mí misma. Mis amigas sonríen pacientemente. Sus hijas más pequeñas pueden hacer eso en la mitad del tiempo.
Estas africanas no son muy diferentes a las mujeres que conozco en EE.UU. Son hacendosas y emprendedoras, y muchas de ellos hacen malabarismos como madres que también trabajan para generar ingresos adicionales para sus familias. ¡Y nadie entiende el valor de la comunidad, como las mujeres africanas! Son incansablemente generosas con sus vecinos y amigos, porque a la persona que se le está pidiendo ayuda hoy, puede ser la que esté pidiendo ayuda mañana.
Adhiambo, una viuda que estaba literalmente muriéndose de hambre cuando la conocí, me daba de comer abundantemente cada vez que la visitaba, convirtiendo de inmediato en comida para mí los frijoles y las verduras que yo le llevaba. Eso me horrorizó al comienzo, pero aprendí a aceptar su generosidad al entender que ella necesitaba darme algo para aceptar mi regalo con dignidad. Para los pobres y para quienes están muriendo, poder vivir con dignidad no tiene precio.
Estos son las clases de regalos que estoy aprendiendo a valorar. Amar a alguien; ayudar a esa persona a tener acceso a los servicios básicos y a la educación; tomarse el tiempo para hacer amistad; orar con ellos. Adhiambo no hablaba inglés en absoluto, pero levantaba los brazos en señal de bienvenida cada vez que yo llegaba.
No necesitábamos un idioma común para sacudir la cabeza por las llagas en su piel, o para reírnos de las payasadas de su pequeño hijo que comenzaba a dar sus primeros pasos. Involucrarse en las vidas de las personas, es un regalo que ellas atesoran.
Después de vivir aquí durante año y medio, estoy más convencida que nunca de que las cosas más sencillas que hagamos dejan huella permanente. Ahora trato de no acumular cosas inservibles y me apresuro a dar generosamente, como hacen los africanos. Un colega mío de Kenia fue asesinado para robarle su teléfono celular, dejando a su esposa y a su bebé en la miseria.
Conozco niños de la calle a quienes se les ha negado la posibilidad de ir a la escuela y tener una vida diferente, porque alguien se robó el dinero. Hay mil maneras de sufrir, ser objeto de abuso, sufrir privaciones. Yo no he experimentado muchas de ellas, pero el haber vivido alrededor de tanta gente que sí sabe lo que es eso, me da una mejor perspectiva en cuanto a lo que yo “necesito” en realidad.
Veamos el caso de Joseph. Es uno de 750.000 kenianos que viven en un barrio marginal de Nairobi, llamado Mathare, quien está luchando para sobrevivir en una hacinada comunidad con poca electricidad y sin agua potable. Joseph perdió a casi toda su familia por la violencia y las enfermedades, pero siguió teniendo un corazón sensible para dar albergue a tres niños de la calle y criarlos como propios.
Fue jugador semiprofesional de fútbol, con una carrera prometedora en el deporte internacional, pero la dejó para dedicarse tiempo completo a enseñar a jugar fútbol cientos de adolescentes de los barrios marginales. Pero si uno le pregunta por su trabajo, él simplemente se encoge de hombros, y dice: “Me encanta el fútbol, y quiero que estos niños tengan algo que a ellos les encanta también. Ellos son importantes para Dios, tanto como cualquier otra persona”.
Encuentro en Joseph lo mejor de Kenia, todo reunido en una persona: bondadoso, honesto, trabajador, calmado, dedicado al bienestar de los demás, y lleno de esperanzas en cuanto al futuro. Sufren pero siguen dando a otros. Su pobreza es grande, pero su fe es cada vez mayor.
Mi intención no es idealizar a Kenia. Es un lugar de desesperación, lleno de gente desesperada. Los ladrones atrapados en el acto son linchados a palos. Los niños mueren de enfermedades todos los días. Abunda el dinero de la ayuda extranjera, pero a menudo es robado mucho antes de que llegue a la boca de los millones de hambrientos.
Tienen pocas esperanzas de mejorar significativamente sus vidas, mientras que yo, si me va bien económicamente, puedo montarme en un avión y 20 horas después saborear un café con leche en mi ciudad. A diferencia de estas personas, yo no conozco el sabor de la desesperación.
Pero he tenido el privilegio de ver a la desesperación iluminada por la esperanza. “Me siento feliz”, dice Violeta sonriendo, mientras nos sentamos en su cama, con los pies en mi regazo para otro tratamiento de reflexología. Ella ha comenzado a enseñarme suahili. Viatu: zapatos. Ufunguo: llave. “¡stima!”, dice su hija Elizabeth riendo, apuntando a la bombilla.
Elizabeth, quien tiene ahora siete años, ha estado tosiendo mucho —lo más probable es que tenga tuberculosis, la enfermedad que mata a muchas víctimas del SIDA— pero sonríe mientras me envuelve el cuello con los brazos. “¿Quién hizo las estrellas? ¡Nuestro Padre el Señor! ¿Quién hizo la mariposa? ¡Nuestro Padre el Señor!”
Violeta la mira con adoración, una madre destinada a morir primero y dejar a su pequeña sola, o a vivir lo suficiente para ver morir a su única hija. Pero de eso preferimos no hablar. Sólo sonreímos una a la otra, mientras escuchamos a Elizabeth cantar.