Los Altos Niveles de Hambre Perturban la Comodidad
Tenemos miedo de reconocer y confesar el hambre que atormenta nuestro corazón, y tenemos incluso más miedo a su cura: un encuentro fresco e íntimo con la presencia de Dios.
¿Por qué otra razón cambiamos rápidamente de canal en el televisor a la primera vista de los programas que muestran a niños que mueren de hambre en Etiopía, Guatemala, Somalia o alguna otra nación?
No podemos soportar el ver los vientres hinchados y piernas cadavéricas de esos inocentes. Tales niveles de hambre perturban nuestra zona de comodidad.
Nos hemos convertido semejantes a los miembros de la iglesia en Laodicea que decían: «Yo soy rico, y me he enriquecido, y de ninguna cosa tengo necesidad». Mientras que ignoramos totalmente «que tú eres un desventurado, miserable, pobre, ciego y desnudo»?
Una profunda convicción está apoderándose de la Iglesia; una creciente convicción nos dice que algo anda terriblemente mal. Pasamos toda una vida sentados en bancas, y cuando salimos de las cuatro paredes de nuestros templos no hacemos ningún impacto en nuestro mundo.
Oímos sermón tras sermón, incontables lecciones bíblicas, y oímos cientos de horas de cantos especiales, pero nos seguimos preguntando si conocemos a Dios.
Tenemos miedo de reconocer y confesar el hambre que atormenta nuestro corazón, y tenemos incluso más miedo a su cura: un encuentro fresco e íntimo con la presencia de Dios.
Es sencillo: Los hijos de Dios necesitan más que la Palabra de Dios, sus regalos o su provisión diaria. Lo necesitamos a Él. Anhelamos desesperadamente sentir su toque en nuestra vida.
A veces nos tropezamos con un encuentro fresco con Él, mediante una combinación divina de invitación soberana y desesperación personal; y en otras ocasiones entramos en su presencia mediante la búsqueda apasionada.
La mayoría recordamos a Zaqueo por lo que aprendimos cuando niños en la Escuela Dominical, puesto que muy pocos sermones para «gente grande» lo presentaban. Zaqueo fue el hombre de negocios de pequeña estatura que se subió a un sicómoro para ver a jesús (Lucas 19:1-10).
Los amigos de Zaqueo, junto a muchos de los creyentes contemporáneos que hojean casualmente las páginas de La Biblia, probablemente piensan lo mismo en cuanto a Zaqueo: QUé suerte tuvo que ese sicómoro estuviera allí.
Me hace recordar que a un sicómoro le lleva más años crecer y madurar, que los que necesita un hombre, y me parece que nuestro soberano Dios no aborda ni lo uno ni lo otro a la ligera, al azar o al descuido.