Navidad y Redencion
En medio de nuestra naturaleza humana, de nuestras profundas dudas y de dificultades agobiantes, Dios nos ofrece el conmovedor recordatorio de Belén: Que somos de gran valor, porque Él nos amó primero.
Me he sentido atraído por la Navidad toda mi vida. Supongo que el intercambio de regalos, los días de vacaciones y los postres, estimulan una euforia de optimismo especial, incluso durante los tediosos meses fríos del invierno.
Sin embargo, para mí, también hay una oscuridad misteriosa, una melancolía constante y subyacente en el feliz espectáculo de diciembre. La Navidad muestra hasta dónde estuvo dispuesto a llegar Dios, para salvar a la humanidad.
En el otoño de 2005, después de graduarme en la Universidad de Belmont, hice de la Ciudad de la Música (Nashville) mi domicilio para comenzar a trabajar en la industria discográfica. Allí encontré también un consejero. En apariencia, yo estaba buscando un oído atento y un asesoramiento objetivo.
Pero en lo más profundo de mi ser, necesitaba orientación espiritual que me ayudara a superar los problemas graves que tenía, productos de la soledad y de la baja autoestima que se habían manifestado en conductas adictivas desde que era un preadolescente.
Así que me las arreglé para poder costear con la cantidad de dinero que ganaba, unas terapias privadas y en grupo, durante los meses del otoño. Cuando comencé a escarbar por las noches la escoria que había en mi alma, rayitos de luz comenzaron a brillar en mí. Sentí como si mi corazón estuviera aflorando a la superficie.
Cuando se acercaba la Navidad, mi consejero me sugirió que aprovechara la oportunidad para visitar a mi familia, y hablara con ellos de aquello en lo que habíamos estado trabajando. La proposición no era fácil, por lo que decidí ayunar durante un día. Bueno, ocho horas. Lo que para un muchacho bautista criado con tres buenas y abundantes comidas cada día, era equivalente a toda una semana con apenas un bocado de alimento.
Mientras meditaba y oraba, la sensación temporal de hambre poco a poco se convirtió en una pacífica confirmación. Llamé a mi padre y le hablé de mi deseo de tener una charla junto a la chimenea con él tan pronto como llegara. “¡Maravilloso! Prepararé chocolate caliente, y hablaremos”, respondió.
Y aunque la idea de estar sorbiendo cacao mientras revelaba a mis padres mis más oscuros secretos me producía un agujero en el estomago, me daba gusto pensar que mi papá estaba feliz de desempeñar un rol importante en la vida de su hijo.
Cuando estacioné mi automóvil en el cuarteado garaje del hogar de mi niñez, en Texas, mis padres me recibieron con sus acostumbrados abrazos, grandes y fuertes. Y con las prometidas tazas de chocolate caliente con cara de San Nicolás en mano, nos dirigimos a la sala para hablar.
Cuando me di cuenta de la importancia del contenido que estaba por revelar, mis emociones finalmente dieron salida a un flujo de lágrimas indetenible. Mi tierna madre se acercó a mí, se arrodilló a mi lado, tomó mis manos, y me dijo: “Cariño, está bien. Todo está bien”. Mi padre simplemente sonrió. No con una sonrisa afectada y manipuladora, sino con una reposada y rebosante de gozo.
La noticia que pensé que heriría a mis padres y que los llevaría a condenarme al destierro, se convirtió en una comunión misericordiosa. En ese momento, pensé en los ángeles que aparecieron cuando el Señor Jesús nació. Aunque ellos sabían que Belén prepararía el terreno para el Gólgota, cantaron anuncios de gran gozo. Se regocijaron. Entendieron el panorama en todo su esplendor.
Mis padres también lo entendieron. Ellos tienen puesta su fe en un Creador que se involucra personalmente en las historias de su creación, lo cual incluye también la de sus hijos. Y esa noche, por la misericordiosa recepción de mis padres de las piezas de mi historia, comencé a entender el amor incondicional de Dios manifestado por medio de Jesús, que es el Cristo.
Unos días más tarde, totalmente renovado por la confesión hecha a mi familia, celebramos la Nochebuena con un servicio con velas en la iglesia donde fui convencido por primera vez por el Mesías. Mientras un mar de mechas encendidas danzaban sobre velas en las manos de las personas que cantaban a mi alrededor: “Noche de paz, noche de amor / Ved que bello resplandor / Luce en el rostro del niño Jesús / En el pesebre, del mundo la luz...”
Aquí estábamos, personas transformadas en la oscuridad, confesando la luz. Dentro del tema de ese histórico himno de la Navidad, dejé que mi corazón experimentara el dolor y la paz de Cristo. Nuestro Creador, Redentor, Varón de dolores. Mi amigo más íntimo. Y, quizás por primera vez, comencé a cantar con alegría profunda: “Gracias y glorias en gran plenitud, por nuestro buen Redentor”.
Me gustaría poder decir que ya no siento esa oscuridad dentro de mí durante la Navidad, pero debido a que estoy soltero y mi trabajo exige que haga giras para entretener a multitudes lejos de casa cada diciembre, todavía me siento solo.
Pierdo la oportunidad de tener una silla en la mesa familiar por otro viaje en avión. Reemplazo mi cama en casa por la solitaria habitación en un hotel.
Cambio un servicio de adoración en Tennessee por un concierto en Chicago. Y mientras canto buenas nuevas de gran gozo a un público complacido, me pesa ese sacrificio inmensamente.
Usted tiene sus propias luchas. Quizás está afligido porque la persona a la que amó por muchos años le dejó una lista larga de secretos cuando murió. O tal vez esté luchando con el deseo de no apagar la computadora o deshacerse del número de teléfono de alguien que siente que le puede hacer sentir mejor cuando se expande la brecha entre usted y su esposa.
O tal vez su padre acaba de fallecer, y aunque todo el mundo diga que partió de la mejor manera posible “tranquilamente y sin dolencias”, usted, sin duda, lo sigue extrañando cada día que pasa.
Estos son nuestros problemas, y ellos no desaparecen en diciembre. La verdad de la Navidad así lo demuestra. Y aunque no es fácil entenderlo plenamente, recordemos que Isaías profetizó el nacimiento de Cristo, diciendo:
“Creció en su presencia como vástago tierno, como raíz de tierra seca. No había en él belleza ni majestad alguna; su aspecto no era atractivo y nada en su apariencia lo hacía deseable. Despreciado y rechazado por los hombres, varón de dolores, hecho para el sufrimiento.
Todos evitaban mirarlo; fue despreciado, y no lo estimamos… Él fue traspasado por nuestras rebeliones, y molido por nuestras iniquidades; sobre él recayó el castigo, precio de nuestra paz, y gracias a sus heridas fuimos sanados” (53.2, 3, 5 NVI).
Quizás de esto se trate la Navidad, y no de felicidad. Ni del alivio del dolor. Ni de una existencia perfecta. Sino del inmenso amor de Dios por usted y por mí, que hizo que Él viniera al mundo para relacionarse con nosotros y transformarnos misericordiosamente para su gloria y para nuestro bien.
En medio de nuestra naturaleza humana, de nuestras profundas dudas y de dificultades agobiantes, Dios nos ofrece el conmovedor recordatorio de Belén: Que somos de gran valor, porque Él nos amó primero.