Todo pámpano que en mí no lleva fruto, lo quitará; y todo aquel que lleva fruto, lo limpiará, para que lleve más fruto. Juan 15:2.
Hace dos años sembré un rosal en la esquina de mi jardín. Iba a producir rosas amarillas. Y debía producirlas en abundancia. Sin embargo, durante estos dos años, no ha florecido ni una sola vez.
Le pregunté al florista al que le compré el arbusto por qué estaba tan desprovisto de flores. Lo había cultivado con cuidado; lo había regado a menudo; había fertilizado la tierra lo mejor posible. Y había crecido bien.
«Esa es la razón exacta —me dijo el florista—. Esa clase de rosa necesita la peor tierra del jardín. El terreno arenoso sería lo mejor y ni un poquito de fertilizante. Quítele la tierra fértil y ponga tierra pedregosa en su lugar. Pode el arbusto vigorosamente. Entonces florecerá».
Lo hice y el arbusto floreció, vistiendo el amarillo más hermoso que la naturaleza conoce. Entonces hice una reflexión moral: esa rosa amarilla es como muchas vidas. Las dificultades desarrollan belleza en su alma; prosperan en medio de los problemas; las pruebas hacen florecer lo mejor que hay en ellas; la holgura, la comodidad y el aplauso solo las dejan estériles. —Pastora Joyce