«He colocado mi arco iris en las nubes, el cual servirá como señal de mi pacto con la tierra»
Génesis 9:13
Mucha de la belleza del mundo se debe a las nubes. El azul invariable de un cielo hermoso e iluminado por el sol no se puede comparar con la gloria de nubes cambiantes. Y la tierra sería un desierto si no fuera porque nos ministran a nosotros.
La vida tiene también sus nubes. Nos proveen de sombra y frescura aunque a veces nos cubran con la oscuridad de la noche.
Dios nos ha dicho: «He colocado mi arco iris en las nubes» (Génesis 9:13). Si solo pudiéramos ver las nubes desde arriba —en toda su ondulante gloria, bañadas en luz de destellos y tan majestuosas como los Alpes—, quedaríamos maravillados ante su brillante magnificencia.
Pero solo podemos verlas desde abajo y entonces, ¿quién describe para nosotros la luz del sol que baña sus cumbres, visita sus valles y se posa en cada altura de su expansión? ¿No nos brindan cada gota de lluvia que hay en ellas cualidades que nos dan salud, que en algún momento caerán a la tierra?
¡Oh, amado hijo de Dios! ¡Si solo pudiera ver sus tristezas y tribulaciones desde arriba en lugar de desde la tierra! Si solo pudiera verlas desde donde está sentado «con Cristo… en las regiones celestiales» (Efesios 2:6) conocería la belleza del arco iris cuyos colores cubren a las huestes de los cielos.
También podría ver la luz brillante de la faz de Cristo y finalmente estaría contento de ver aquellas nubes que proyectan su sombra profunda sobre las faldas de la montaña de su vida.
Recuerde, las nubes están siempre moviéndose gracias al viento purificador de Dios.
—Seleccionado