«¿Para qué este desperdicio?» (Marcos 14:4).
No hay nada que parezca más pródigo que el desperdicio de la naturaleza. Los aguaceros caen y se hunden en el suelo y parece que se pierden. La lluvia cae del cielo y no regresa allá; los ríos fluyen al mar y el océano los absorbe.
Todo eso parece desperdicio de un precioso material; y, sin embargo, la ciencia nos ha enseñado que ninguna fuerza se desperdicia jamás, sino que adquiere otra forma, y así sigue su camino con un ministerio diferente, pero con la misma fuerza de antes.
Alguien ha representado en una especie de parábola poética, una pequeña gota de lluvia temblando en el aire y preguntándole al Genio del firmamento si debe caer sobre la tierra o permanecer en la hermosa nube.
«¿Por qué debo perderme y enterrarme en el polvo del suelo? ¿Por qué debo desaparecer en el lodo oscuro, cuando puedo resplandecer como un diamante o brillar como una esmeralda o un rubí en el arco iris?».
«Sí —asiente el Genio—, pero si caes en la tierra aparecerás con una resurrección mejor en el pétalo de la flor, en la fragancia de la rosa, en el racimo que cuelga de la vid».
Y así, finalmente, la tímida gota cristalina derrama una lágrima de lamento, desaparece en el suelo y la tierra sedienta la traga con rapidez; ha desaparecido de la vista, y pareciera que ha dejado de existir.
Pero, mire. La raíz de los lirios más allá bebe de su humedad; los conductos de savia de la rosa de Jericó absorben su corriente refrescante; las raicillas de largo alcance de la vid al otro lado han encontrado esa fuente de vida; y en poco tiempo, esa gota de lluvia aparece en el florecimiento níveo del lirio, en el exquisito perfume de la rosa, en el racimo morado de la vid, y cuando se encuentra de nuevo con el Genio del firmamento, le responde con alegre reconocimiento:
«Sí, morí, pero he resucitado y ahora tengo un ministerio superior, una vida más abundante, una mejor resurrección».
—Dr. A. B. Simpson