«Trabajarán ustedes durante seis días, pero el séptimo día es de reposo, es un día de fiesta solemne en mi honor, en el que no harán ningún trabajo. Dondequiera que ustedes vivan, será sábado consagrado al SEÑOR» (Levítico 23:3).
Una de las bendiciones del antiguo sabbat era la quietud, el descanso y la paz santa que se conseguía al tener un tiempo de quieta soledad lejos del ruido mundanal. En la soledad se produce una fuerza especial.
Las multitudes se mueven en rebaños y los lobos en jaurías, pero al león y al águila por lo general se los encuentra solos.
La fuerza se encuentra no en la mucha actividad sino en la tranquilidad y el silencio.
Para que un lago refleje los cielos en su superficie necesita estar en calma.
Nuestro Señor amaba a la gente que acudía a él, pero en la Escritura hay numerosos casos en que se apartaba de ellos por un breve tiempo. En ocasiones se retiraba para pasar la noche solo en los cerros.
La mayor parte de su ministerio la llevó en las ciudades y en las aldeas junto al mar, pero le gustaba irse a los cerros; por eso, caída la noche iba con frecuencia a retirarse en aquellas alturas tranquilas.
Algo que necesitamos hoy día más que cualquiera otra cosa es pasar tiempo a solas con el Señor, sentarnos a sus pies en la sagrada privacidad de su bendita presencia. ¡Cómo necesitamos recuperar el arte perdido de la meditación! ¡Cómo necesitamos «la sombra del Todopoderoso» (Salmos 91:1) como parte de nuestro estilo de vida. ¡Cómo necesitamos el poder que viene de esperar en Dios!
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