«SEÑOR, ponme en la boca un centinela; un guardia a la puerta de mis labios» (Salmos 141:3).
«No me permitas decir una palabra errada, vana o irreflexiva; pon un sello sobre mis labios, por hoy nada más».¡Quédese callado! Cuando el problema esté amenazando, ¡quédese callado! Cuando la calumnia se esté levantando, ¡quédese callado!
Cuando hieran sus sentimientos, ¡quédese callado!, por lo menos hasta que se haya recuperado de su agitación. Las cosas se ven diferentes con los ojos serenos.
Una vez, estando turbado, escribí una carta y la envié, luego lamenté haberlo hecho.
Días después también me sentí turbado y escribí otra larga carta. La vida me había impregnado con un poco de sentido común, por lo que guardé la carta en mi bolsillo hasta que pude examinarla sin agitación y sin lágrimas, y me alegré de haberlo hecho: cada vez parecía menos necesario enviarla. No me parecía que sería perjudicial, pero en mi vacilación aprendí a ser discreto y, finalmente, la destruí.
¡El tiempo obra maravillas! Espere hasta que pueda hablar con calma y, entonces, quizás ya no será necesario que hable. Algunas veces el silencio es lo más poderoso que se puede concebir. Es la fuerza en toda su magnitud, es como un regimiento al que le han ordenado guardar silencio en el furioso fragor de la batalla. Precipitarse sería mucho más fácil. No se pierde nada aprendiendo a quedarse callado.
—H. W. S.
El silencio es un gran pacificador.