«Fueron, pues, y vieron dónde se hospedaba, y aquel mismo día se quedaron con él» (Juan 1:39).
Me pregunto qué fue lo que te atrajo para seguirlo camino a su hogar. ¿Fueron solo las ansias de ver la calle y la casa donde moraba y permanecer más cerca de él por un día?
… O ¿sentiste una extraña y poderosa atracción que te indujo a dejar atrás tu barca en la bahía; cuando, sin prestar atención al paso de las horas ni preocuparte por lo que otros pudieran decir, hiciste tu morada con él por ese día breve?
¿Quizás sentiste un descontento santo, después de las horas que pasaste en esa presencia hermosa? Lo cierto es que, desde ese momento en adelante, estabas resuelto a pescar hombres; porque te fuiste de su lado y al instante, le trajiste a tu hermano.
¡Ah, Andrés! Nunca pudiste ser el mismo, después del contacto de ese día maravilloso. Nunca jamás pudiste volver a jugar con la llama de la pasión, o albergar orgullo u odio, o alcanzar fama, o darle a la avaricia un lugar permanente.
Más bien pienso que te oyeron decir: «Algo en él hizo que mi orgullo se quemara y apaciguó mi odio transformándolo en el amor del Señor… Después del contacto sanador de aquel día, tengo que traer a Simón para que pase un día como este».
Y desde entonces, cuando los hombres pasan por tu lado se dan cuenta de algún extraño y nuevo encanto, algún milagro misterioso e inexplicable. Entonces, en un susurro lleno de reverencia dicen: «Andrés ha cambiado mucho desde aquel día».
¡Ah! Maravilloso. Transeúnte en el camino oscuro de la vida. ¡Salvador!
Que entiendes en cuanto a lo que dicen los pecadores: Concédeme venir bajo tu influencia encantadora porque si no, he de quedarme endurecido, sin amor, manchado por el pecado, sin la huella de un día como ese».
—Eleanor Vellacott Wood